Amancio interpretado por
Ángel Ruiz
María Zambrano
Desde que las Artes se separaron ganando independencia, se quedó la palabra, pensamiento, poesía, sin voz. Encontró la música las liturgias tradicionales y, mientras, la palabra encontró la libertad y el camino propio. Y así las obras maestras de la poesía no han encontrado ni siquiera aproximadamente la voz a ellas debida, salvo en alguna rara excepción. El esplendor de la ópera es a costa de la pobreza y hasta de la humillación de la palabra poética.
Antes, en la Grecia Antigua, el pensamiento se cantaba y hasta se enseñaba a leer acompañándose de la lira. Poemas cantados eran los textos fundamentales del pensamiento filosófico -Parménides- en unidad íntima. Y la oración ya en el orbe católico había de ser dicha en alta voz. Y los suspiros y el llanto del éxtasis eucarístico se oían juntamente con el rumor humano de la plazoleta. Y el gorjeo de los pájaros se escuchaba entreverado por el grito de dolor que salva de la angustia. Y así en el Cántico de San Juan de la Cruz cantado por Amancio Prada viene a suceder. Donde se oyen los silencios de la noche de Segovia, de aquella noche única, nacida de la memoria enamorada. El fluir del tiempo transparente donde se da el poema, cima de la poesía en nuestro idioma, cima universal pues. Ni una sola palabra se nos pierde allí donde se da a conocer privilegiadamente en su milagroso presente. No se pierde en la hermosura, no se embriaga en la voz ni un instante. Música y voz no aparecen, pues, añadidas, sino extraídas del poema mismo. Nupcias de palabra y musicalidad. Y algo más inaudible sin duda. Nupcias celebradas allí, en las “subidas cavernas de la piedra”, “al monte y al collado do mana el agua pura”. Alguna gota de esa agua bebida de ese secreto manantial vivifica este canto de Amancio Prada.
(Ginebra, 17 de enero de 1982)
José Luis Rubio
¿Por qué no ir directamente a lo más alto?
Amancio Prada ha emprendido ya el camino. Su Cántico Espiritual es un trabajo de escritura e interpretación que tiene un hilo sonoro hacia lo más alto de la poesía española: San Juan de la Cruz.
Sin miedo. Porque la música de Amancio Prada no nace para ser aplicada al uso ni al reloj diario. Tiene otra idea y otro procedimiento. Él ha cantado antes coplas tradicionales gallegas, ha puesto música a los versos de Rosalía de Castro, de Agustín García Calvo, de otros poetas vivos y muertos. Ha escrito sus canciones en unas y otras épocas. Y ahora parte, como hipnotizado, hacia el límite vertical.
Pero, al componer su cántico, Amancio Prada no se ha encadenado al verso. Ha seguido la propia recomendación del poeta, quien escribió en el prólogo: “Porque los dichos de amor es mejor dejarlos en su anchura para que cada uno de ellos se aproveche según su modo y caudal de espíritu, que abreviarlos a un sentido a que no se acomode todo paladar”. La poesía flameante, sensual, como de cuerpos en incandescencia es dejada, así, a merced de cada particular golpe de viento. Amancio Prada huye de la coloración descriptiva, del aderezo sentimental y dibuja un mapa sonoro del lance amoroso. El oyente camina, espera, se arrebata como si fuera un espía invisible entre los enamorados. Al unificar, en su voz, el diámetro erótico, Amancio Prada los desprovee de punto de vista y lo amplía, multiplica y exterioriza.
La música de este Cántico fue escrita con un solo criterio inicial, el tímbrico, al apoyarse en la esquemática instrumentación de guitarra española, violín y violoncelo. Sonidos lineales que forman una madeja suave, cálida, sin bordes, sin nervios, sin esqueleto. Los tres instrumentos se dividen en las funciones musicales con una familiaridad muy poco académica, y el conjunto tiene, en consecuencia, una vitalidad natural insólita en el terreno de la música actual.
Rescatada del severo libro de tapas de oro, la poesía musical del Cántico vuelve a la calle, al protagonista anónimo, a la pareja de amantes sin rostro, a la multitud de bocas y brazos enlazados. Es una poesía musical que da alcance a la caza y enciende las más ocultas residencias del deseo, de la pasión y del sentido humano.
(Cambio 16-1977)
Peridis
Domingo García-Sabell
A Coruña, 8-VIII-95
Mi querido amigo,
(…) A propósito de Ernst Jünger. Allí estuvimos tú y yo en la ceremonia de la investidura del escritor como doctor “honoris causa”. ¡Qué feliz coincidencia! Verás por qué.
Jünger ha acertado a definir la música –si es que puede ser definida– con acierto y sutileza simultáneas cuando afirmó que el lenguaje musical nos lleva no sólo a las fronteras de las palabras, sino, además, a las de la percepción, (“Der Musik führt nicht nur an die Grenzem des Wortes, sondern an die Warnehmung”). Y más adelante añadió que la obra de arte se alcanza cuando llega a esos límites y aún amaga con superarlos. Entonces ello suscita “un arrobamiento e incluso temblor”, (“einen Schauer und selbst ein Schaudern”). Llegando a este extremo, dice algo que, según yo pienso, es definitivo. Y, desde luego, totalmente aplicable a tu arte, a saber, que, en última instancia, no se trata de insuflar vida a la materia, sino de reconocer la vida que hay en ella y ponerla en libertad. Por eso “en toda gran obra se engendra una resurrección”, (Auferstehung ist daher in jeden grossen Werk”).
(…) Es la de la emboscadura, el resultado de perderse en el bosque, excepcional y generoso regalador de toda personal autonomía con potencia suscitadora de nuevas realidades, esto es, con capacidad de fecundar la oculta realidad. Para demostrarlo he ahí la resurrección que operas en los versos cunqueirianos y en los de San Juan de la Cruz.
Crear es el más alto grado de realización a que puede llegar la criatura humana. Con lo cual, además, conquistas alturas nunca antes conquistadas. Atrás quedan las chabacanerías del mal folclore, atrás quedan toda casta de vulgaridades. Hay, pues, en tu obra, una verdadera recuperación. Y, cómo no, una liberación. Andamos sumergidos en vulgaridades artísticas y en falsedades creadoras. Tu empresa gana, así, un complemento de transcendencia. Y de permanencia. ¿Recuerdas los versos de Hölderlin?: “Lo que los poetas fundan eso es lo que permanece”.
(…) Solía decir don Ramón del Valle-Inclán que “crear belleza es acertar con el punto de la eternidad”. En esa ideal e inalcanzable diana has clavado tú poemas y armonías sin cuento. Y sigues con eso la intuición de Schopenhauer –creo que fue Schopenhauer– cuando afirmaba que la música nos entrega “el corazón de las cosas”. Y esto, justamente esto, es lo que las palabras y los “sones bien concertados” de tu inspiración han metido dentro de mi alma.
(….) Muchas más cosas podría decirte pero me temo que excederían el contenido de una carta. El contenido de una gratitud. Muchas gracias pues. Y un cordial abrazo de tu siempre amigo y siempre admirador.
Siro
Manuel Vicent
La voz de Amancio Prada, que emerge de un lirismo abrasado, te obliga a cerrar los ojos y muy pronto una lejana memoria de cariz renacentista puebla tu luz interior de álamos y vuelo de halcones, de doncellas bordadoras y rumor de monjes miniados. Una alondra canta en el ciprés de la abadía. Cazadores con jubón van detrás de las becadas. Hay corzos vulnerados en las verdes riveras, los arroyos sonoros aún son virginales, las majadas están llenas de largos balidos de silencio y todo huele a heno y pan candeal. ¿Qué tiene este joven tan azul?. Se podría decir lo de siempre, que Amancio Prada es un trovador: Uno lo imagina al pie de las celosías, en las antiguas plazas de piedra o acampado fuera de las murallas en carreta de cómicos de la legua, dentro de una soledad que percuten las esquilas del ganado y los yunques del herrero, aunque tal vez está ahora en el escenario de un teatro abarrotado de público moderno cantando dulces cosas ácratas de García Calvo. Pero da igual. Una letrilla de Lope de Vega lo devuelve enseguida al lugar de origen. Una cántiga galaica, un villancico, una nana o una sonatina de Juan Ramón Jiménez lo recuperan para la imaginación de antaño. La voz de Amancio Prada, ligeramente quemada de mística en la cresta, recita la música, hace manar la melodía de una forma silábica y cristalina. Existe en ella algo de códice, libro de horas o canto de palacio. Este joven del Bierzo, de rostro claro, hijo de agricultores, que fue infantillo de coro eclesiástico y cantante en orquestinas de pueblo, estrenó la modernidad estética en París rodeado de la mitología de Mayo, de donde regresó a la tierra con arreos vaqueros, de una suave rebeldía poseída por la espiritualidad. Desde entonces está investigando con rigor en sacarle el alma, en su tonalidad más pura, al sonido de la memoria culta y popular. Poetas antiguos y modernos han unido sus cadencias a una voz nunca maculada que te obliga a cerrar los ojos. Canta Amancio Prada, vuelan aves aún medievales y el público que abarrota el recital, después de cada canción, sorbe mosto de granada.
Siro
Jordi Turtós . Cantautores en España (Edit. Celeste, 1998)
Pocos cantautores españoles han construido una obra musical tan coherente y, al mismo tiempo, alejada de los grandes medios de comunicación, como la de Amancio Prada. Este leonés del Bierzo ha sabido encontrar y seguir una línea de trabajo en la que poesía y música se han encontrado con una sensibilidad incomparable. Su origen rural marcó su infancia y, sin duda, su compromiso con la música tradicional y el folclore. Estudió sociología en la Sorbona de París, donde también llevó a cabo estudios de armonía, composición y guitarra. Allí entró en contacto con Georges Brassens, con quien se presentó en público en diciembre de 1973, e inició su carrera discográfica grabando, en 1974, el álbum Vida e Morte.
Su regreso a España se produce en 1975, y Amancio fija su residencia en Segovia, donde permanecerá hasta 1980, convirtiendo ese lustro en una época de gran actividad compositiva, así como de estudio de los clásicos, como San Juan de la Cruz, a quien dedicará todo un disco (Cántico Espiritual, 1977), o Rosalía de Castro, cuyos poemas musicó en su segundo trabajo (Rosalía de Castro, 1975). Pero estos primeros ejemplos no serán casos aislados, pues la música y la literatura seguirán marcando la carrera artística de Amancio Prada, en la que encontraremos poemas de los primeros trovadores galaico portugueses de los siglos XII Y XII, Antonio Machado, Federico García Lorca, Juan del Enzina, Tagore, Agustín García Calvo, Álvaro Cunqueiro y Manuel Vicent.
Instalado definitivamente en Madrid desde 1980, Prada ha logrado ganarse el respeto del público, la admiración de la crítica y el reconocimiento general hacia el rigor de su trabajo, no sólo en España sino en todos los países en los que ha actuado. La humildad y la discreción de su talento han hecho de él un artista diferente, sobrio, que ha demostrado la necesidad de mantener un estrecho vínculo con la música tradicional, que ha reivindicado y reinventado el folclore, para seguir respetando nuestras raíces y seguir recordando que un pueblo que vive de espaldas a su música tradicional acaba perdiendo su identidad.
Prada es, por tanto, un músico culto y popular al mismo tiempo. Un trabajador incansable y prolífico. Un hombre que ha dotado a la canción de autor en España de una elegancia extraordinaria, que ha demostrado que los clásicos siguen siendo actuales, que la música popular sigue siendo necesaria para mirar al futuro, y que el olvido puede ser uno de los peores males que puede atacar a cualquier cultura.