Canciones y soliloquios (1983)

soliloquios

La cara del que sabe


Tener otra vez la suerte de oir cantar a Amancio Prada, dejarse oirlo más y más, olvidándose en las ondas de la voz o perdiéndose un poco por lo menos; que ésa debe ser la virtud del canto: que siendo también palabras contantes y sonantes, ellas quedan entregadas al discurrir incesante, fluido, vivo, languideciente, abandonadas al ton y al son; que siendo orden, como que principio de orden era el ritmo, la pretensión de tener y mantener el orden va quedando derrotada y perdida en la sucesión, en el tiempo, como la gente dice sin saber lo que dice, en la imposibilidad de que sea asible ni estable nada que venga por los oídos. Y así las estructuras del alma, que son del Estado y del Dinero, se deshacen y desvanecen al oir y volver a oir. Esa es la virtud del canto, y en especial de aquellos modos de canto a que Amancio parece cada vez más enamoradamente dedicarse, aquéllos que vienen del pueblo, de la gente que no se sabe ni se cuenta, o sea que no se sabe de dónde vienen, o que vienen por lo menos, a falta de tan buena gracia, de algunos que han tratado de imitar los sones inimitables de la gente. Sea ésa la virtud del canto y de la voz de Amancio para los que tengan la ventura de volver a oirlo. Ni pese tampoco que esa voz, tan culta como emocionada, se corresponda con una cara y con un nombre: pues, aunque sea verdad que la Ley condena la voz de Amancio Prada a ser suya, y por tanto de la Cultura y el Comercio, al mismo tiempo también la voz de Amancio mana (y de ahí lo ambiguo de su hechizo) de manantiales oscuros, que están mucho más allá y más abajo de la persona y de los nombres. Felices los que oigan.                                                                                                                                                            Agustín García Calvo (1978)